“Opina y te demandan: La libertad de Expresión en Riesgo…”

Alan Sayago

Cuando opinar te puede costar una demanda, todos estamos en peligro.

Hablo de expedientes, censura legal y el miedo disfrazado de justicia.

Pensar libremente es tu derecho. Decir lo que piensas… cada vez menos. En un país donde la Constitución promete libertad de expresión, pero la realidad te mete en un juicio por un tuit sarcástico, una caricatura o un comentario incómodo, ¿de verdad somos libres para opinar?

Las leyes mexicanas dicen proteger el derecho a expresarte sin censura previa. Está en el artículo 6° y 7° de la Constitución, en tratados internacionales y en toda clase de discursos oficiales. Pero lo que pasa en los tribunales y redes sociales demuestra lo contrario: estamos viendo una nueva forma de censura, una que no se impone con bayonetas, sino con expedientes judiciales, sanciones económicas y linchamientos digitales.

Hoy, cualquier publicación que toque fibras sensibles del poder político puede acabar en denuncias por violencia política de género, daño moral o incitación al odio. ¿Y qué clase de publicaciones estamos hablando? Un meme, una caricatura, una frase con ironía o simplemente una opinión sin filtros.

Mira lo que pasó con una joven de Sonora: publicó un comentario irónico sobre la candidatura de una diputada. El resultado fue grotesco: fue multada, etiquetada como agresora de mujeres y registrada en una base de datos oficial. ¿Su “delito”? Ser sarcástica en Twitter. Todo bajo el argumento de “violencia política de género”, una figura legal creada para proteger a mujeres de ataques reales, no de bromas políticas. ¿Cómo llegamos a usar una ley pensada para combatir la violencia de Estado… para castigar un tuit?

Y no fue un caso aislado. Otro ejemplo: un caricaturista fue acusado de violencia política de género por hacer dibujos críticos sobre una legisladora. Sí, dibujos. Como si un cartón político fuera una forma de agresión real. Pero esta vez hubo un respiro: el Tribunal Electoral federal revocó la sentencia al concluir que la caricatura estaba protegida por la libertad de expresión. Aun así, el simple hecho de que llegara a juicio deja claro que la justicia está siendo usada para intimidar.

La lista sigue. Un periodista con más de 50 años de trayectoria fue sancionado en Campeche por daño moral. Su pecado: cuestionar a la gobernadora. Y luego está el caso de una actriz que, por publicar una broma sobre una aspirante a ministra de la Corte, fue llamada a cuentas por el Tribunal Electoral, con la amenaza de una multa millonaria. ¿Qué tienen en común estos casos? Que todos involucran a personas que se atrevieron a opinar sobre el poder… y el poder respondió con el código penal en la mano.

Pero esto no es solo un fenómeno mexicano. En Turquía, insultar al presidente en redes sociales te puede costar años de cárcel. En Arabia Saudita, se persigue y encarcela a personas por cualquier crítica al régimen o a la familia real, incluso en publicaciones en redes sociales.. Y en Nicaragua, medios y periodistas críticos han sido cerrados o exiliados. México, tristemente, se está uniendo a ese club, no por la vía de la represión violenta, sino por la sofisticada maquinaria de la judicialización.

El problema no es que existan límites a la libertad de expresión. Es legítimo castigar discursos de odio, difamaciones reales o incitaciones a la violencia. El verdadero peligro aparece cuando se confunde la crítica política con la violencia, la sátira con el insulto, el debate con la agresión. Y eso está ocurriendo a gran escala.

Según Reporteros Sin Fronteras, México es uno de los países más peligrosos para ejercer el periodismo, no solo por la violencia física, sino por el creciente uso de mecanismos legales como armas para callar voces. En un país donde más de 150 periodistas han sido asesinados desde el año 2000, y donde ahora también se les castiga por “daño moral”, ¿quién querría hablar?

Hay algo más perverso en esta nueva forma de censura: la apariencia de legalidad. Ya no se necesita cerrar periódicos o encarcelar a editores. Basta con abrir un expediente, acusar de violencia de género, daño moral o incitación al odio, y el mensaje es claro: “puedes pensar lo que quieras, pero mejor no lo publiques”.

Este contexto genera un clima de autocensura. Jóvenes, creadores, periodistas y ciudadanos comunes piensan dos veces antes de compartir una opinión política en redes. El miedo no es a equivocarse, sino a ser demandado. A que un meme o comentario en X (antes Twitter) termine en una sanción económica, una audiencia judicial o una etiqueta digital que diga “agresor”.

La ironía es que este silenciamiento ocurre mientras los políticos se llenan la boca hablando de democracia y derechos humanos. Pero una democracia donde no puedes burlarte del poder, denunciar abusos o incomodar al sistema, es solo un espejismo.

La libertad de expresión no es un privilegio de periodistas ni de celebridades. Es una herramienta ciudadana para vigilar al poder. Cuando se criminaliza la sátira, la crítica y la ironía, lo que se castiga no es la falta de respeto, sino el atrevimiento de hablar claro.

Lo peligroso no es que la gente opine con rudeza. Lo verdaderamente grave es que el poder decida quién puede hablar, sobre qué temas y en qué tono. Porque eso no es justicia: es censura con toga.

Defender la libertad de expresión no es una moda. Es una necesidad urgente. Sobre todo hoy, cuando se usa la ley para callar en lugar de proteger. Si dejamos que la censura se normalice, mañana no quedará nadie para decir lo que todos pensamos, pero ya nadie se atreve a publicar.

Alan Sayago Ramírez.

Delegado de la asociación política Estatal GAMEC, licenciado en Derecho, maestro en política y gestión pública y Doctorante en Derecho.

Redes Sociales: @alansayagor

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